Soy adoquin aburrido. Día tras día me pasan horas y horas sin tener ninguna diversión típica. El valor del ocio lo tengo en mucho pero no lo practico porque estoy de puro ocupado. De tiempo en tiempo me levanto del escritor a mucha desgana para llenar el estómago. Como un coche no va sin petróleo, mi cabeza tampoco funciona sin colaboración de las energías que me dan comidas. Por lo tanto, ¡no hay otro remedio que parar un poco el estudio cada unas horas! Esta actividad, que puede ser tontería tocante a su poca rentabilidad, ya se ha hecho obsesión para mí, completamtne ignorante de todas otras labores que leer y escribir. No estoy de acuerdo con los arrogantes autodefnidos intelectuales de la superioridad de las labores de la cabeza sobre la de los brazos.
¿Merece la pena apegarse a los libros, como si fuera pegado con clavos, sin domgingo ni días fesitivos? No sé. No descubriré la correcta respuesta. Lo claro es que, de alguna manera, ya me he enclaustrado y entrado en la religión del conocimiento infinito, no me cabe ninguna chisgarabís distraída. Iré a admitir la penosa realidad que para un zarramplín como yo, para un bibiliófilo baladí, es la mejor avenida para deambular. Deseo que toda la vida sea una ilusión, todo el mundo sea tan loco que no se dé cuenta de que es loco, y la tontería mía sola me permita saltar las trampas ingerentes del enigma de la vida. Besúquenme mis libros, mis bolígrafos, mis cuadernitos. ¡Bendición a mi vida tonta!